martes, 14 de agosto de 2007

Pequeñas eyaculaciones

El ejercicio de la escritura es ser devotos de la infelicidad y de la desgracia.

La fregada idea de la literatura (no importa si plagio a Yèpez o no, me tiene sin cuidado) como una de las mayores ecocidas en el planeta es real. El desmadre del blablabla es lo menos importante. Toda escritura es una referencia. No leer nada es acaso la insinuaciòn de que el mundo basta por sì mismo.

Por supuesto que Godzilla surfeo en Playa Calavera, por supuesto que esto ha sido una constante edificaciòn de los diàlogos de Ishikube. Y entonces una manzana vale màs que una manzana.

A veces creo que cualquier desfile, patriotismo en los pasos, bellezas (des)espectaculares, el tururù de lo milicho, es un catàlogo de la casualidad: podemos ver bellezas y escoger una para las imaginaciones de la noche.

Uno de los sitios màs abominables para mi ego, vale madre la funciòn psicològica de esta palabra, es el cafè. Si los Institutos de Cultura son lo snob legalizado, los cafès son su versiòn chiquita. En los cafès pura gente como uno: pinches aburridos todos. Venden buen gusto pero no pueden darme un agua de horchata o una de chìa.

La poesìa se ha plagiado cabròn el sonido del mundo, sòlo que lo recubre con un disfraz mal hecho de ornamentos dizque naturales. El poema es el gran traidor del mundo.

La poesìa es combate.

Siempre he creìdo, y sentido, que leer novelas es una perdida de tiempo. Y en modo alguno todo lo es: lavar los trastes, comer un jamòn, escribir esto, cogerte a una vieja o a un hombre, leer poesìa (poemas, mejor dicho). Pero es en lo gozoso donde las perdidas de tiempo se hacen perdidas de tiempo pero fregonas. La novela, la literatura, ya ha acabado. Pongo mi fe en la mùsica. La novela es zapatos bien madreados y una montaña de condiciones blblìcas: altìtitititititititititisima.

Chingo mi madre y la pobrecita no se rìe.