jueves, 8 de mayo de 2008

Tiros al aire

Para Lizz

Sobre las cosas descansa el uso. Descascaradas o bien pintadas señalan, concretan la sospecha, acerca de la insistencia fetichista u obligatoria que su dueño tiene hacia ellas.

En la combustión hecha por el motor de un auto, algo hay de sorpresivo: se parece mucho al sonido de mi estómago, a su explosión maloliente.

Guardamos y amontonamos objetos apreciando más la compañía que nos hacen que para lo que sirven.

El éxito de los bolsillos viene del entusiasmo por el pudor y la propiedad privada.

Las vacaciones son ese lapso en donde la soledad nos encara directamente. Eso como resultado del cierre por la temporada de nuestros lugares favoritos y por la partida de casi todos nuestros amigos al mar para patalear.

El panzazo, esa forma de lo chusco y de lo necesario (en especial cuando el calor ha decidido desafiar toda escala de medición en el termómetro).

Tentativa para el día domingo: dormirnos hasta que sea lunes.

martes, 6 de mayo de 2008

Un peón muy solitario

Los libros sobre ajedrez, hasta donde me he dado cuenta, se encaminan totalmente a la habitación de los entendidos y a ese numeroso grupo esmerado en la fachada: los esnobs. Abrir uno de esos descomunales manuales que explican el juego –explicaciones a veces tan restrictivas como autoritarias– es una forma de entrar a un laberinto donde cada figura se ve situada a un hermetismo y a un misterio pasmosos, donde cada estrategia colinda fácilmente con un problema lógico-matemático, haciendo del entendimiento un nudo que difícilmente se desata. Hay una clara intención en el no ajedrecista ya no digamos de descifrar sino de adivinar lo que se encuentra frente a sus ojos a causa de una obsesión por destapar, zambullirse, en el significado de las figurillas. Lo mismo pasa por ejemplo con las partituras, es decir, las notas en el papel –esos signos tan parecidos a un montón de insectos aplastados– muestran un temperamento huraño hacia los extraños y a su tentativa de escuchar en la mente no un canto, cosa imposible para casi todos, sino apenas un murmuro. Hay que tomar clases de música, perder algo de tiempo, para ingresar lentamente al salón de los iniciados e imaginar una audición decente, a medias. No pertenecer a un grupo lleva comúnmente al cuchicheo, a la práctica un tanto consistente de la criticonería al servicio de un rencor oculto, pasional. Nos convertimos en detractores menos por juicio y decisión que por coraje y berrinche.
La historia del ajedrez ha pasado de largo a todos los que no sabemos las reglas de arranque, el nombre de las piezas ni la alineación que ocupan en el tablero, nos manda a una especie de catacumba donde la vergüenza es uno de los inquilinos más constantes y severos. Pero se trata solamente de una vergüenza momentánea, aparecida a la hora de la comida o en el encuentro con personas que saben del tema. No saber de ajedrez, al igual que no hacerlo de filosofía, de béisbol o de manicura, por ejemplo, algunas veces trunca la plática y elimina de la mesa todo signo de convivencialidad. Es fácil para mí darme cuenta de cómo las pláticas con mis amigos ajedrecistas poco a poco terminan por volverse un catálogo de términos apantallantes, movimientos y posiciones secretísimos y dicharachería sobre el juego que no acabo de entender; prácticamente cualquier tentativa de mi parte por meter mi cuchara en el asunto, no pocas veces apasionado y neurótico, resulta un balbuceo, un intento y nada más. Termino por quedarme con la boca cerrada y con los oídos atentos.