domingo, 31 de enero de 2010

Obsoleto

Los poemas de amor ya no sirven,
el envase dice que caducaron, y al abrirlos ya no huelen bien...

Los poemas de amor ya no sirven,
no es que el amor se haya podrido,
sino que los poemas nunca estuvieron frescos.


Aunque de forma clara podría resultar culpa del autor,
pero aún así la fecha en el envase dice que ya no pueden consumirse.

Ten cuidado, si los lees podrías contagiarte,
dicen que la poesía es una terrible enfermedad.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

La tristeza es una facultad

jueves, 11 de septiembre de 2008

Allende las palabras, el reflector

La difusión de los rostros y de las presencias, el gusto por saberse nombrado en todas partes, o hasta donde la vanidad lo desee, ha sido una de las mayores calamidades que el siglo XX nos ha dejado. De los millones de poetas pocos son los que han sentido la repulsión, el vómito después de la montaña rusa, por todo lo que tenga que ver con esa preocupación neurótica, siempre secreta y subterránea, de si los demás han escuchado hablar de nosotros. El poeta se ve comprometido a cumplir una sarta de tonteras publicitarias y de difusión de sí mismo, que el lugar ocupado comúnmente para escribir adquiere el carácter de la ruina y de la devastación. El escritorio, el papel y la pluma, la computadora, quedan deshabitados, infectados por la indiferencia de un dueño preocupado menos por un texto a medias que por el ánimo de retratarse con aquel gran poeta o de presentarse en la próxima lectura. Lo monstruoso no son las constantes y múltiples distraccciones al poeta sino el gusto de éste por ellas. El olvido de muchos de que la escritura está en la escritura y no en una desenfrenada cantidad de contactos en un cuaderno, es uno de los síntomas de la literatura como pasarela. Y aunque el trato y el roce entre poetas sea algo inevitable en una época atiborrada de conferencias, encuentros, coloquios, comidas, etcétera, y en los que los malos siempre son los más amables y sonrientes por eso de la zalamería, quedan dos preguntas: ¿los poetas deberían conocerse entre sí? ¿Sería saludable tener un limitado número de amigos poetas? A veces, luego de no poder dormir y sin otro remedio que atacar las preguntas pendientes, uno se responde que sí, que los poetas en efecto deberían estar en la vida de los demás -poetas y público- solamente como autores de buenos o de malos poemas, que deberían ocupar la esencia del fantasma, su evasión y descortesía por no presentarse corpóreos ante los demás.

lunes, 9 de junio de 2008

Música, y eso ya es mucha cosa

Hay tantas personas que han domesticado su oído a una música inalterable y deslavada, fácilmente desechable, y otras que piensan que la música acaba en el XIX con algunos compositores europeos. De esto me di cuenta hace más o menos tres semanas en una clase con el compositor electroacústico Toño Russek. Pocos sabían a lo que iban, más bien sólo uno: yo. Y aunque más que clase se trataba de un recorrido, a veces arriesgado por ese sendero extravagante y un tanto huraño a la definición como lo es la electrónica, muchos no soportaron el tintineo, el estertor, el aullido de compositores como Russolo, Nancarrow, Le Caine, Cage, Boulez, Subotnick, Mary, bla bla bla. Una señora que estaba a pocas butacas delante de mí, se horrorizó apenas dicho el tema del módulo: música electrónica; otros parecieron no alterarse, guardaron la compostura propia de los tímidos y los reprimidos para poco a poco, en las 4 horas que duró la escucha de obras, ir saliendo con el pretexto más sencillo que nos proporciona la naturaleza: la urgencia por ir al baño. Cada vez podía verse como los cuerpos que quedaban, porque sólo eran eso, cosas tiradas, personas derretidas en las butacas, seres inanimados, se iban ausentando para no volver; el dolor de cabeza, el cepilleo de la incomodidad y la frustración en sus nervios, los empujaron a salir a tomar aire o a caminar un poco para pensar cómo pudieron darse un golpe bajo a ellos mismos. ¿Qué tanto ocupa la música electroacústica en nuestras cajas atiborradas de discos o en nuestra computadora? Quizá no más de una pieza, una aislada y atacada por las Cien Obras Maestras de la Música Clásica, Bravo Maestro vol. 1, 2, 3…, Hit Parade de la música barroca. La mayoría de la gente, y para mí la mayoría empieza con todos mis vecinos, aún tienen ese estribillo, en el fondo tautológico, de que la música sólo es melodía y armonía, que la música sólo puede durar de dos a tres minutos, cinco como máximo, y que debe estar “bonita” para mover las piernas o atacar a las decepciones amorosas. Y aunque la música es eso también tiene que ver con algo más, no sé con qué, pero da saltos sobresalientes a las ideas inofensivas que de ella tenemos. Pero lo que ha hecho Toño Russek es abrir las persianas de una habitación donde anida el conservadurismo, y al asomarnos por esa persianas con los ojos entrecerrados, hinchados, por tanta obscuridad, podemos escuchar el ruido de las calles, el golpeteo de los pasos y la lluvia, con un fondo muy elaborado de sampleos, cortes de cinta, concretismo, el despliegue de las computadoras y lo real haciendo música. Como corro el riesgo, y creo que ya caí, de volverme un galimatías, ese laberinto que nos hincha la cabeza, pongo la dirección de una de las mejores páginas que deambulan en la red sobre arte sonoro y música electroacústica, hablo de la del compositor mexicano Manuel Rocha: Que hable la música y no yo:
http://artesonoro.net

miércoles, 4 de junio de 2008

Nota del viernes 30 de mayo

¿Por qué pueden hablar tanto los filósofos? ¿Por qué no se callan? Eso nos preguntamos muchas de las personas que por una u otra razón hemos asistido a una de sus presentaciones –que también tienen algo que ver con los escenarios, con la mejor manera de lucirse– y que a la larga se vuelven arrepentimiento y reproche contra uno mismo. Casi siempre que hay un filósofo en la mesa, impulsados por el prejuicio y la corazonada, nos apresuramos a decirle al compañero de al lado, a veces con el suspiro irremediable del hastiado: “esto va para largo”. Dicha la frase uno se sienta de la manera más cómoda para abandonarse un rato a la exploración del techo del auditorio, al número de cabezas que se ven delante de uno, a la revisión apasionada de la mugre en la uña de cada uno de los dedos. Los oídos están ahí, escuchan el discurso pero por simple naturaleza; parecieran reactivarse sólo en palabras aisladas, en frases envueltas de aforismo. Solamente se vuelven conscientes al cien cuando los aplausos han interrumpido nuestro aletargamiento y nos han salvado de otra media hora más de exposición. (¿Por qué aplaudimos cuando el filósofo para de hablar? ¿Aplaudimos porque nos reveló eso que buscábamos o porque ya se calló?)
Hace unos días asistí por invitación de unos amigos, y por la desazón que da la soltería, a la presentación del libro de Cesáreo Morales: Fractales, Pensadores del Acontecimiento. En la mesita estaba una filósofa que no conocía: Ana María Martínez. Un psicólogo (?): Ricardo Palestrina. Otro filósofo que según a un amigo mío le parece un rebelde: Gerardo de la Fuente. Otro filósofo que desconocía: Rodrigo Mier, y otro filósofo del que solamente conozco su larga cola de caballo: Armando Villegas. De todos ellos nada puedo decir, no me arriesgo, yo, una persona que basa todo lo que dice en el ánimo, en el termómetro de sus sentidos, a “sostener” algo contra ellos por el solo hecho de que salgo perdiendo en el box de las ideas. Sólo queda decirles que ellos, tan entusiasmados con la vanidad que otorga la palabra, se extendieron hasta los inicios del Olimpo, hasta esa zona tan abstracta y que nada más otros filósofos o los interesados llegan a entender, o fingen entender, para ser más optimistas. “Las solemnidades –escribe Gerardo Deniz– me dan urticaria”. Y a mí, además de darme urticaria, hacen que mi cerebro comience a rechinar, a retardarse más de lo que está. Me atasco. Con ese ritmo monótono y más o menos violento, como de pistón en marcha, mi pierna se movía, buscaba desesperada la manera de aquietar el movimiento. La solución era la huida, caminar despacio, caminar más rápido, más y más, volverme un velocista. No lo hice.

viernes, 23 de mayo de 2008

He encontrado una sonrisa en mi cajón.
Parece estuvo ahí por mucho tiempo,
pues esta polvosa.
Y es que hace mucho que no utilizaba una sonrisa así,

no había necesidad.

La encontré por casualidad

mientras buscaba unas lágrimas que dejé en el mismo cajón por descuido.
-Alguien me dijo una vez que si se dejan sonrisas y lágrimas en un mismo cajón por mucho tiempo, las primeras terminan por descomponerse en una mueca triste...

Ahora la tendré que usar antes de que se termine,

pero no sé cómo y no sé con qué
y menos cuando...

Porque esta es la era de la tormenta.

-¿Cómo sonreír ante la tormenta?-


Tengo la respuesta, con una sonrisa burlona,por suerte, saqué justo a tiempo la mía del cajón, un día más y hubiera pasado de sonrisa burlona a gesto de enojo.







sábado, 17 de mayo de 2008

Patadas al elefante

Los festivales a menudo terminan por convertirse en la sombra, en la silueta, de una idea entusiasta. Por una u otra forma nada sale como se pensó. Todo se vuelve tan desorganizado que las caras de enojo, esas donde parece haber algo de dolor y estreñimiento, se ven en cada miembro que participa en la manutención del proyecto. Desde el año pasado se realiza en Tepoztlán el Festival de la Memoria. Pero también desde el año pasado se ha visto un poco pisado por el espectro del sinsabor, no en los documentales sino en la manera en que se proyectan, bien por el clima bien por la estupidez humana. Rápido lo digo: el festival hasta ahora no me ha sorprendido. O mejor: me ha hecho bostezar más de una vez. Lo que si me ha maravillado es esa afición de muchos cineastas y cinevidentes por los pantalones cortos –con bolsas de cargo y colores terrosos– las playeras con logotipos de lo que sea, la barba de chivo. Al igual que ciertos escritores y artistas visuales, los de la estirpe cinera han establecido ciertos códigos de conducta y vestimenta que los hacen fácilmente catalogables, disfrutables. Otra de las cosas que me interesan, pero que en el fondo me dan urticaria por insoportables, es ver a todos los organizadores con ese gafete del festival –puro cartón y tinta al fin– como acreditando su “importancia”, pavoneándose con el tufo de una señorita o de una reina petulante. Los he visto en las calles y en los restoranes exhibiendo lo que seguramente ellos creen un privilegio. Me he reído de ellos de la mejor manera. Han hecho del festival algo menos soporífero.
Aunque un año es poca cosa estoy a tiempo de pedir a mis amigos que están en el proyecto mayor agilidad en la organización, en los horarios y en los lugares (ya no usen la biblioteca municipal, una zona ya aclimatada y achatada por tantos libros, tan falta de espacio para casi cualquier cosa). Que el estandarte que defina al festival sea el alucine, la aversión, y no toda esa tranquilidad a la que, sin saberlo, nos están habituando. El conservadurismo que cada uno de mis amigos madrea durante casi todo el año termina por ser el gen que los define, el sillón donde se acomodan. Que se dejen de amiguismos, de meter a cualquiera en el proyecto –muchos de los “organizadores” tan sólo son paja, posibilidades para que el festival se vea lleno de achichintles–. Ese por eso que el festival se muestra, al menos para mi fisiología, rancio, adormilado, y es que como la lección de la gran vergota, hay mucha pretensión pero poquísima satisfacción.