miércoles, 4 de junio de 2008

Nota del viernes 30 de mayo

¿Por qué pueden hablar tanto los filósofos? ¿Por qué no se callan? Eso nos preguntamos muchas de las personas que por una u otra razón hemos asistido a una de sus presentaciones –que también tienen algo que ver con los escenarios, con la mejor manera de lucirse– y que a la larga se vuelven arrepentimiento y reproche contra uno mismo. Casi siempre que hay un filósofo en la mesa, impulsados por el prejuicio y la corazonada, nos apresuramos a decirle al compañero de al lado, a veces con el suspiro irremediable del hastiado: “esto va para largo”. Dicha la frase uno se sienta de la manera más cómoda para abandonarse un rato a la exploración del techo del auditorio, al número de cabezas que se ven delante de uno, a la revisión apasionada de la mugre en la uña de cada uno de los dedos. Los oídos están ahí, escuchan el discurso pero por simple naturaleza; parecieran reactivarse sólo en palabras aisladas, en frases envueltas de aforismo. Solamente se vuelven conscientes al cien cuando los aplausos han interrumpido nuestro aletargamiento y nos han salvado de otra media hora más de exposición. (¿Por qué aplaudimos cuando el filósofo para de hablar? ¿Aplaudimos porque nos reveló eso que buscábamos o porque ya se calló?)
Hace unos días asistí por invitación de unos amigos, y por la desazón que da la soltería, a la presentación del libro de Cesáreo Morales: Fractales, Pensadores del Acontecimiento. En la mesita estaba una filósofa que no conocía: Ana María Martínez. Un psicólogo (?): Ricardo Palestrina. Otro filósofo que según a un amigo mío le parece un rebelde: Gerardo de la Fuente. Otro filósofo que desconocía: Rodrigo Mier, y otro filósofo del que solamente conozco su larga cola de caballo: Armando Villegas. De todos ellos nada puedo decir, no me arriesgo, yo, una persona que basa todo lo que dice en el ánimo, en el termómetro de sus sentidos, a “sostener” algo contra ellos por el solo hecho de que salgo perdiendo en el box de las ideas. Sólo queda decirles que ellos, tan entusiasmados con la vanidad que otorga la palabra, se extendieron hasta los inicios del Olimpo, hasta esa zona tan abstracta y que nada más otros filósofos o los interesados llegan a entender, o fingen entender, para ser más optimistas. “Las solemnidades –escribe Gerardo Deniz– me dan urticaria”. Y a mí, además de darme urticaria, hacen que mi cerebro comience a rechinar, a retardarse más de lo que está. Me atasco. Con ese ritmo monótono y más o menos violento, como de pistón en marcha, mi pierna se movía, buscaba desesperada la manera de aquietar el movimiento. La solución era la huida, caminar despacio, caminar más rápido, más y más, volverme un velocista. No lo hice.