sábado, 17 de mayo de 2008

Patadas al elefante

Los festivales a menudo terminan por convertirse en la sombra, en la silueta, de una idea entusiasta. Por una u otra forma nada sale como se pensó. Todo se vuelve tan desorganizado que las caras de enojo, esas donde parece haber algo de dolor y estreñimiento, se ven en cada miembro que participa en la manutención del proyecto. Desde el año pasado se realiza en Tepoztlán el Festival de la Memoria. Pero también desde el año pasado se ha visto un poco pisado por el espectro del sinsabor, no en los documentales sino en la manera en que se proyectan, bien por el clima bien por la estupidez humana. Rápido lo digo: el festival hasta ahora no me ha sorprendido. O mejor: me ha hecho bostezar más de una vez. Lo que si me ha maravillado es esa afición de muchos cineastas y cinevidentes por los pantalones cortos –con bolsas de cargo y colores terrosos– las playeras con logotipos de lo que sea, la barba de chivo. Al igual que ciertos escritores y artistas visuales, los de la estirpe cinera han establecido ciertos códigos de conducta y vestimenta que los hacen fácilmente catalogables, disfrutables. Otra de las cosas que me interesan, pero que en el fondo me dan urticaria por insoportables, es ver a todos los organizadores con ese gafete del festival –puro cartón y tinta al fin– como acreditando su “importancia”, pavoneándose con el tufo de una señorita o de una reina petulante. Los he visto en las calles y en los restoranes exhibiendo lo que seguramente ellos creen un privilegio. Me he reído de ellos de la mejor manera. Han hecho del festival algo menos soporífero.
Aunque un año es poca cosa estoy a tiempo de pedir a mis amigos que están en el proyecto mayor agilidad en la organización, en los horarios y en los lugares (ya no usen la biblioteca municipal, una zona ya aclimatada y achatada por tantos libros, tan falta de espacio para casi cualquier cosa). Que el estandarte que defina al festival sea el alucine, la aversión, y no toda esa tranquilidad a la que, sin saberlo, nos están habituando. El conservadurismo que cada uno de mis amigos madrea durante casi todo el año termina por ser el gen que los define, el sillón donde se acomodan. Que se dejen de amiguismos, de meter a cualquiera en el proyecto –muchos de los “organizadores” tan sólo son paja, posibilidades para que el festival se vea lleno de achichintles–. Ese por eso que el festival se muestra, al menos para mi fisiología, rancio, adormilado, y es que como la lección de la gran vergota, hay mucha pretensión pero poquísima satisfacción.