lunes, 14 de abril de 2008

Exilios

Hay veces que nos toca ir caminando por la calle con alguien a quien conocemos, se platica, se ve al cielo, se piropea a las chicas –casi siempre mentalmente– y las groserías son el léxico fundamental de la conversación. Todo pasa sin sobresaltos, nos sentimos cómodos hasta el punto de aminorar el calor y los lentes negros, las chanclas de playa y las playeras rosas de los turistas. Pero de pronto, ese alguien tiene que encontrarse con personas que no conocemos o que conocemos muy poco. Es allí cuando nuestras palabras comienzan a adormecerse, donde nosotros mismos comenzamos a bostezar, a aburrirnos, y se comienza a ver lo que ocurre alrededor como la única manera de relajarnos de esa tensión que es haber perdido el interés de nuestro acompañante: un panzón que come cacahuates en una banqueta, una tienda de helados, la bolsa del mandado (zanahorias, papas, una botella de refresco) de una señora, una bella mujer con vestido verde y tenis oscuros. Los ojos se extravían tanto buscando distraerse a como dé lugar, que se termina con la idea de si tanto movimiento no será perjudicial, de si no quedaremos bizcos o virolos. De repente se dice un chiste del que nos reímos más por obligación que por bomba humorística, un comentario de una fiesta a la cual no fuimos invitados y es ahí donde mostramos, con la intensidad y el vigor del fastidiado, gestos que van desde arrugar la nariz y parecer una bruja hasta ese donde sacamos la lengua y la hacemos girar un rato, como helicóptero que vuela. Yo finjo sueño o cualquier otra cosa que me saque de esa charla aguada, chapucera, me despido desvaídamente del amigo y de los que están con él, les doy la espalda y dejo que continúen con su recuento. Como un jugador de futbol que magistralmente inicia un partido pero que termina por anotar cero goles, así me siento mientras me alejo de un grupo que ni me recuerda ni le importo.

No hay comentarios.: